Cupido se equivoca muchas veces y eso lo hemos vivido todos. Es un niño que juguetea con potentes armas como las flechas, pero no son flechas normales, son flechas de amor, de amor en todas sus formas. Estas flechas no te hieren carnalmente, pero estoy segura de que cualquiera prefiere una agonía perecedera que un desamor que se marca en la mente y el corazón con placas de hierro al rojo vivo, grabándonos imágenes y sentimientos que ni el olvido puede llevarse. Pierde flechas y equivoca amores, uniendo a personas que realmente no encajan con ese sentimiento mutuo. Crea lazos de unión entre personas de la misma sangre y las hace serse fieles a toda costa. Sortea los abismos de la religión y la ética creando compromisos en el corazón de personas del mismo sexo o diferente, de religiones, razas, etnias o creencias dispares, y las vuelve iguales ante los ojos a los que le importa que ese sentimiento siga vivo. Incluso puede dejar caer ciertas flechas con una punta envenenada en la quizás más dañina sustancia de todas: el odio. Un odio que desmenuza relaciones frágiles pero que también puede dañar relaciones unidas como los engranajes de una máquina puesta a punto, corroyendo hasta la más ínfima señal de cariño. Unta sus flechas en el ácido de la desconfianza o los celos y las esparce a diestro y siniestro dejando un caos a su paso. Cupido es egoísta. Crea y destruye amores cuando y como se le antojan y nadie es capaz de decirle que lo hace mal. Es más, ¿qué hace mal? Al fin y al cabo es sólo un crío como todos nosotros, madurados en barricas de tiempo pero conservados en el formol de la fantasía y la magia. Quizás sólo quiere enseñarnos a luchar contra lo que nos impone su deseo, a revelarnos contra el mundo, contra nosotros mismos, y seguir el camino que creemos correcto. O quizás, solo se aburre en su alta y solitaria nube.
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