Veterinaria de lujo

Podría coger mi Vespa azul y recorrer kilómetros y kilómetros, unos tras otros, hasta olvidarme de mi nombre y de quién soy. Podría montarme en mi moto y escaparme a las afueras de una gran ciudad, parar en una cuneta abandonada a la naturaleza, arrancar un hierbajo y ponerme a masticarlo mientras miro el cielo apoyada en las ruedas de mi vehículo. Podría ponerme el casco, ajustar los retrovisores, mirar a través de ellos una última vez mi vida y partir por una larga callejuela sin salida a toda potencia para estrellarme contra un muro y morir del impacto. Podría armar y desarmar la nuevísima carrocería de mi motocicleta de alta gama; abollarla, quemarle los neumáticos y rallarle la pintura, para luego repararlo todo con aparatos y cachivaches carísimos con tal de entretenerme. Podría subirme a las aceras e ir derribando transeúntes como si fueran bolos. Podría venderla y cambiarla por una Kawasaki Ninja de color verde neón, mi tan ansiada y rapidísima moto, para surcar el asfalto en busca de aventuras o quizás de un poco de leche para los cereales del desayuno. Podría aprender peripecias con mi nueva moto y convertirme en un destello verde que surcara los cielos y que gritaran: ¿es un ave?, ¿es un avión?, ¡no, qué va! es la loca de la vecina. Pero lo único que quiero es llegar rápido a mi trabajo, quitarme este incómodo casco que me despeina y dejar aparcada mi Hurley Davidson junto al resto de coches de mis empleados, sintiéndome toda una "malota". Ponerme la bata del trabajo y ver en mi tarjetita identificadora mi nombre precedido por un Doctora. Y cuando digo Hurley Davidson…bueno, es el nombre que le he puesto a mi nueva bici, la cual aprendí a montar hace cuatro meses, justo cuando compré sus borlas de cuero negras para el manillar.