La vida me juega muchas malas pasadas. No puedo hablar de pasado porque hasta en el presente me persigue la mala suerte. ¿Mala suerte? Mal ojo con el que me miraron quizás. Se toma muchos periodos de tiempo sin actuar, pero tarde o temprano aparece la mareante costumbre de curvar los labios y cerrar fuerte los ojos hasta sacar todas mis penas en forma de un incesante aluvión. O aún peor, se queda dentro, no consigo sacarlo de ningún modo y el dolor se hace físico, adueñándose de mi corazón y aplastándolo sin piedad hasta que me quedo sin respiración. A veces es algo muchos más leve, una simple desazón de ver cómo una idea de futuro se esfumaba en un chasqueo de dedos, pero que unida a otra, y a otra, y a otra… hacen que quiera pegarle un puñetazo a la tierra y que con ello la madre naturaleza se revele y me engulla bajo el suelo en el que me apoyo todos los días para caminar. No hablo del amor solamente, hablo de salud, hablo de familia, hablo de amigos, hablo de estudios, hablo de que el puto mundo está loco y nos peleamos por un puñado de honor , honor que perdimos al dejar que nuestra ignorancia se adueñara de nuestras manos y nuestras lenguas. La vida no es un juego y nadie se da cuenta. Las agujas del reloj dan vueltas y no puedes pararlas tan solo olvidarlas y disfrutar sin contar los segundos que te quedan. Pero no nos olvidamos solo de eso, nos olvidamos de por qué lo hacemos, de qué hacemos, de quiénes lo hacemos, de cómo lo hacemos. Nos olvidamos de que olvidar no es más que evitar recordar y no borrar el mundo con la yema de los dedos, distorsionándolo todo. Necesito que la vida sea mejor, que el mundo cambie, que la gente cambie, o que las agujas del reloj sigan girando pero a la inversa, que vuelva al pasado en mi vida y mire cómo encogen mis pies, cómo mi cuerpo empequeñece más y cómo mi pelo se alarga hasta ser una niña loca y feliz. Llámalo infancia, llámalo vida.
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